Esta traducción fue el ganador de la XXVI edición del Premio Andreu Febrer de Traducción (español) 2022.
De Sarah Orne Jewett (1895), traducido por Marcel Garro Ricart.
No estaba acostumbrado el pueblo de Dulham a encontrarse con extranjeros de ninguna clase, o a escuchar sus voces por la calle, de modo que, cuando se anunció que una familia canadiense se había instalado en la casa blanca junto al puente, aquello se convirtió de alguna manera en un asunto de interés público. Esa casa, pequeña y de poca altura, con un tupido jardincito en la entrada, había quedado desocupada durante meses. Lo habitual en Dulham era que la vivienda permaneciera deshabitada para siempre y que se fuera deteriorando hasta que, unos años más tarde, los rosales de mayo se extendieran por el sótano y la diligente hierba creciera sobre el montículo que cubriría los ladrillos de la chimenea. Dulham era un lugar plácido, donde la población menguaba a un ritmo constante, aunque aquellos ciudadanos que aún lo habitaban tenían buenas razones para considerarlo tan agradable como cualquier otro pueblecito del mundo.
Algunos de los ancianos que cada día se reunían para comentar los asuntos del lugar estaban muy interesados en los recién llegados. Aprobaban la conducta del joven obrero canadiense, de aspecto recio, que había aprovechado su oportunidad con prontitud; un par de ellos lo habían contratado para arreglar sus jardines y realizar trabajos ocasionales, y estaban satisfechos con su rapidez y buena disposición. Había llegado a pie desde una población vecina, donde él y su esposa habían enfermado por el deficiente alcantarillado y el trabajo en la fábrica. Había visto la casita y le había preguntado al jefe de correos si esa primavera encontraría en Dulham trabajo al aire libre. Habiéndose asegurado sus perspectivas, reapareció a los mismísimos dos días junto con su pálida esposa de ojos brillantes y su hijita. Por tal asombrosa premura, solo unas pocas personas habían tenido la ocasión de oír la noticia del nuevo inquilino, aunque las preguntas se multiplicaban al mismo ritmo que los vecinos pasaban, uno tras otro, por el puente y el camino. Parecía que la casa había recobrado la vida, por lo que se veía a través de las pequeñas ventanas paneladas. Había cortinas blancas y limpias, perros de porcelana en los alféizares y un humo azulado que salía de la chimenea. El sol de la primavera brillaba en la puerta abierta de par en par.
Soplaba un viento frío del este, ese día de abril, y los hombres mayores se habían congregado en el interior de la oficina de correos, que también era almacén y tienda de comestibles principal. Cada uno ocupaba su butaca preferida, y las llamas matutinas en la estufa de leña eran la excusa que mantenía unido este grupo, que habitualmente se disgregaba cuando se acercaba el verano. El viejo capitán Weathers hablaba de Alexis, el recién llegado (ni siquiera intentaba pronunciar su apellido), y por tercera o cuarta vez decía que, al francés, cuanto más trabajo le daban más contento parecía.
—Les echó una mano en casa con una alfombra, justo ayer mismo, y fue todo como la seda —decía el capitán, con aprobación—. Dejó arreglado el jardín de la entrada como no se ha visto en años. A todos nos irá muy bien alguien con tanta maña; tendrá mucho que hacer por aquí, este verano. Parece saber lo que necesitas en cuanto se lo señalas, porque no se las arregla muy bien con su inglés. En mis tiempos yo era capaz de hablar bastante en francés, cuando navegaba desde los puertos del sur hasta El Havre y Burdeos, pero debe ser que ya no me acuerdo muy bien. Hubiera sido un buen marinero, este Alexis; presto y dispuesto.
—Dicen que el francés de Canadá no se habla igual, de todas formas —empezaba a asegurar el devoto amigo del capitán, el señor Ezra Spooner, cuando se abrió la puerta de la tienda y una pequeña y brillante figura se quedó mirando desde fuera. Aquellos hombres de cabello gris se volvieron hacia allí, y todos y cada uno de ellos acabaron por sonreír.
—Adelante, querida, entra —dijo el viejo capitán de corazón bondadoso.
Contemplaban cómo una encantadora criaturita de unos seis años les devolvía la sonrisa desde debajo de un pulcro sombrero. Llevaba un vestido rosa con el que se parecía aún más a una flor, y al pasar iba con elegancia deseando «Bonjour» a los señores. Henry Staples, tendero y jefe de correos, se levantó detrás del mostrador para atender a esta clienta como si se tratase de una reina, y tomó de su mano la carta que llevaba, con el importe del franqueo doblado en un cálido pedazo de periódico.
El capitán y sus amigos la observaban con admiración.
—Dale un caramelo… no, dámelo a mí, que yo se lo daré a ella —dijo el capitán con entusiasmo, mientras agarraba el bastón y abandonaba la silla con más agilidad de la habitual. Y todos miraron embelesados cómo cogía el palito de menta rallado que le alcanzaba el tendero y se lo ofrecía con gentileza. Había algo en la forma en que este obsequio fue aceptado que tenía el sabor de la corte francesa, y que transformó a cada uno de los presentes en un hombre enamorado.
La niña ejecutó una pintoresca reverencia antes de extender la mano con aquel afán infantil por el deleite inesperado. Luego caminó hacia adelante y besó al capitán.
Se levantó un murmullo de satisfacción ante esta encantadora cortesía. A ningún hombre le habría disgustado encontrar una excusa para salir con ella a pasear, y se produjo un suspiro generalizado tan pronto cerró la puerta tras ella y miró hacia dentro por el cristal con una sonrisa de despedida.
—Esa es Mary la francesita, la chiquilla de Alexis —dijo el tendero, ansioso por proclamar la ventaja de haberla conocido con anterioridad—. Estuvo aquí también ayer. Hizo un recado para su madre tan bien como lo habría hecho una persona adulta.
—Jamás he visto criaturita con modos más bonitos —dijo el capitán, mientras se sonrojaba y daba golpecitos en el suelo con el bastón.
La primera aparición de la extranjerita, en aquel día de abril, fue como la llegada de una joven monarca a su feudo. Reinó todo el verano en los corazones de Dulham: no había rostro que no esbozara una sonrisa cuando Mary la francesita bajaba por la calle; no había madre que no les hubiera dicho a sus propios hijos que ojalá tuvieran aquellos buenos modales y mantuvieran así de pulcros sus vestidos. La niña bailaba y cantaba como un hada, participaba en todos los juegos infantiles y, aún más, lo mejor de todo para sus amigos, no parecía observar diferencia alguna entre jóvenes y mayores. A veces acompañaba a casa al capitán Weathers y, discretamente, cenaba o tomaba el té con él y su ama de llaves, en calidad de invitada de honor. En los días lluviosos se la podía encontrar en la zapatería o en la herrería, silenciosa como un ratón, con esos ojos rápidos y brillantes que examinaban el trabajo de los artesanos. Siempre sonreía, pero no hablaba mucho, y enseñaba tanto francés como inglés aprendía. Hoy en día, en Dulham, la gente aún bromea y repite sus extrañas palabras y frases extranjeras. Alexis, el padre, se mantenía firme en las labores de jardinería y en el trabajo con el heno. La otra Marie, su mujer, lavaba y planchaba, remendaba y barría, y era de gran ayuda en muchos hogares. Algunos domingos por la mañana salían temprano y caminaban hasta la localidad manufacturera de la que habían venido, donde asistían a misa; al final del verano, cuando se sintieron boyantes, alquilaron en alguna ocasión un coche de caballos y lo condujeron hasta allí con la niña sentada entre ambos. El pueblo de Dulham era mejor y más luminoso gracias a su presencia, y en las pocas casas chapadas a la antigua en las que los conocían, los apreciaban. Mary la francesita reinó en sus dominios sin revuelta o desafección alguna hasta el final del verano. Parecía satisfacer todos los deberes de su vida infantil con un instinto exquisito y un sentido infalible de la idoneidad y la propiedad.
Una mañana de septiembre, tras las primeras heladas, el capitán y sus amigos se hallaban sentados en la tienda, con la puerta cerrada. El capitán ocupaba el último rincón.
—Tengo malas noticias —dijo. Y todos se volvieron hacia él, con aprensión y prevención.
—Dice Alexis que se marcha de inmediato. —El pesar se mezclaba con la alegría de tener una pequeña novedad que contar—. Sí, Alexis se marcha; ahora mismo lo está empaquetando todo, y ha apalabrado el carro del heno de Foster para llevar sus cosas hasta el ferrocarril.
—¿Cómo puede ser tan insensato? —dijo el señor Spooner.
—Dice que su gente le espera en Canadá. Tiene una tía viviendo allí, que es dueña de una buena casa y una granja, y se está haciendo vieja y quiere que se instale con ella para cuidarla.
—Tengo entendido que esta gente francesa solo quiere hacerse con unos ahorros y luego se vuelven al lugar de donde vinieron —comentó alguien con una cierta desaprobación.
—Dice que nos enviará a otro hombre, que conoce a alguien allí que estará encantado con la oportunidad, pero a mí no me acaba de gustar mucho la idea —dijo dubitativo el capitán Weathers—. Nos hemos acostumbrado todos a Alexis y a su mujer; saben dónde guardamos nuestras cosas y han demostrado arreglárselas con maña. Extraño es que no aprecien lo bien que están. Supongo que es natural que quieran ir con los suyos. Y luego tenemos a la chiquilla.
En aquel momento se abrió la puerta de la tienda y entró Mary la francesita. Iba vestida con sus mejores galas y le brillaban los ojos.
—¡Yo irgr a Canadá en los vagons! —anunció alegremente, y se encaminó, bailando entre los dos largos mostradores, hacia sus apenados amigos. Nunca les había parecido tan cautivadora.
Era imposible enfadarse o lamentarse. En aquel momento, todas las aprensiones y experiencias vitales de aquellos hombres mayores eran inútiles, porque habían hecho suyo el resplandor de la juventud y la esperanza. El placer de una niña ante un viaje conmueve hasta al corazón más embotado. El capitán fue el primero en encontrar algo que decir.
—Ponme para ella unos cuantos de tus mejores caramelos —ordenó al tendero—. No, coge una hoja de papel más grande, y me lo envuelves todo bien.
—¿No va un poquito ligera para irse de viaje? —preguntó ansioso el bronco señor Spooner. Señaló al tendero un pequeño y brillante chal a cuadros que colgaba del techo y se agachó a colocárselo él mismo sobre sus pequeños hombros.
—Tengo que darle algo a la niñita, yo también —dijo el pastor, que era abuelo y que acababa de entrar a por su correo—. ¿Qué es lo que más te gusta, querida? —Y Mary la francesita señaló con timidez, en una decisión inmediata, hacia una sombrilla azul de seda, con empuñadura blanca, que no estaba en su mejor estado por haber permanecido expuesta allí durante todo el verano. El pastor la compró con gusto, como un joven campesino en la feria, y se la puso en la mano.
Mary la francesita besó al pastor con arrebato y le dio la mano para que se la estrechara. Entonces soltó la sombrilla, echó a correr y se encaramó al regazo del viejo capitán, a quien abrazó rodeando el cuello con ambos brazos. Consideró por un momento si debía besar o no al señor Ezra Spooner, pero felizmente no se decidió en contra, y se despidió con afecto de él y del resto. El señor Staples en persona salió de detrás del mostrador para desearle un feliz viaje y la obsequió con una cajita cuadrada de pasas. Todos la siguieron hasta la puerta y se quedaron mirando cómo se metía los paquetes bajo el brazo y levantaba la nueva sombrilla, y se alejaba calle abajo en la fría mañana de otoño. Se había llevado con ella todo el regocijo y el encanto franceses, toda su dulzura y dignidad infantiles. Mary la francesita se había marchado. El destino la había arrancado de sus vidas como a una flor.
Ella no se volvió, pero cuando estaba a mitad de camino de casa se puso a correr, y el nuevo chal ondeó en la brisa como si tal cosa. El capitán suspiró.
—Le deseo lo mejor a la niña —dijo, y se dio la vuelta—. La echaremos de menos, pero no sabe lo que es despedirse. Solo espero que también los complazca así de bien, en Canadá.